Aquel quinto grado de primaria estuvo lleno de sorpresas. Una de ellas fue mi participación en la puesta en escena de El Brindis del Bohemio como parte de la variedad en el festejo del Día de las Madres.
Pero lo interesante no fue la presentación, ni los ensayos, ni nada de eso. Lo que realmente recuerdo de la eventualidad fue mi caracterización como el bohemio Juan, a ese que, cuando le pasan la voz, exclama:
Yo brindo porque en mi mente
brote un torrente
de inspiración divina y seductora…
Han pasado más de cuatro décadas y aún me los sé de memoria. La maestra Blanca nos aleccionó bien. Hasta donde recuerdo, eran seis los parias que se emborrachaban en torno a una mesa de cantina, pero por motivos de producción en el número estuvimos cuatro, tres contertulios y el narrador. Participamos Miguel, Juan, David y un servidor.
El arte para el montaje era sencillo. En una mesa estábamos los reunidos, en cuatro sillas, y departíamos con botellas de cocacola vacías. La indicación de la profesora, productora y directora era que, mientras uno hablaba, los demás, hacíamos como que nos servíamos tragos y libábamos.
En aquellos años no había micrófonos inalámbricos y mucho menos diademas. Así que todas las presentaciones tenían que hacerse con un micrófono con cable, el mismo que la directora usaba para darnos los avisos antes de entrar a clase.
Como indicación interpretativa de El Brindis del Bohemio, la maestra nos dijo que debíamos tener actitud de borrachos abatidos, mirando al vacío, los ojos en la mesa. El célebre poema escrito por Guillermo Aguirre y popularizado por la voz de Manuel Bernal, habla de tipos que en la última noche del año se emborrachan y, animados por el alcohol, se ponen líricos y nostálgicos.
Ingeniosamente, la maestra improvisó un pequeño florero alargado para que nos lo pasáramos, al darnos la palabra, anticipando los movimientos que tendríamos que hacer, el gran día, manipulando el micrófono.
Vestuarios
Hicimos como un mes de ensayos. La maestra Blanca se tomó muy en serio la representación. Ensayábamos una hora, entre clases, y muchas veces, por la tarde y fuera de horario, en el patio de su casa, ahí cerca de la Plaza Principal de Guadalupe.
Mientras avanzábamos en eso que los actores llaman trabajo de mesa, yo tenía una preocupación secreta, que me iba carcomiendo los intestinos. La maestra había enviado recaditos a nuestras mamás, para los vestuarios. La instrucción era que nos prepararan trajes para que pareciéramos pordioseros, pobretones, borrachos, desheredados. El modelo era el de Topillos y Planillas que, en Nosotros los pobres, eran parejas de La Tostada y la Guayaba.
O sea, teníamos que llevar atuendos como los de gente que no tiene casa o que se duerme en cualquier rincón de la calle, donde le gana el cansancio.
Faltaban varios días y mi mamá hizo en casa el traje del bohemio Juan. Una tarde apacible cogió uno de mis pantalones raídos y una playera blanca, y los confeccionó. Su idea de un bohemio de arrabal era la de ropa con parches, como me explicó. Sacó del fondo del clóset sábanas viejas y recortó cuadritos de varios colores. Yo me preguntaba cómo los pegaría a las ropas, pues no teníamos máquina de coser. Claro que hubiera echado puntadas a mano, desvelándose hasta la madrugada, si fuera preciso, pero su mentalidad práctica infalible la llevó a una solución sencilla. Me pidió el pegamento de boliche que traía en la mochila, y pagó los pedazos a la ropa. Asunto resuelto.
Me medí el traje de bohemio confeccionado. Me veía raro, pero estaba dispuesto a sacrificar la apariencia por una buena interpretación. Todo por el arte.
Llegó el día
No hubo clases el Día de las Madres. Todas las mamás de la escuela fueron invitadas a la celebración, porque había números de todos los grados. Los únicos alumnos que iríamos, ese día, éramos los convocados para la parte artística. El festejo que organizó la Cooperativa de la escuela, encabezada por el papá de mi amigo y compañero Julio El Pingüino, incluía refresco y pastel para las señoras.
Las festividades estaban bien organizadas y siempre estaban concurridas. Así que se auguraba un lleno total para la presentación, que iniciaba a las diez. El éxito parecía asegurado.

Temprano me desperté con los nervios naturales previos al gran evento. Después del desayuno me reporté listo para la función.
Nunca estuvo en el plan que me llevara el disfraz en una mochila, para caracterizarme, en la escuela. Mi casa queda a tres cuadras de distancia, un trayecto que cubría en menos de cinco minutos, así que fácilmente podía andar dignamente con mis ropajes de actor. Debía sentirme orgulloso por formar parte de la añosa tradición de histriones, como el griego Tespis de Icaria, que se transformaba en alguien más para escenificar el drama de la vida. Al partir plaza, rumbo a la escuela, esperaba cosechar en la banqueta los primeros aplausos de la actuación que, anticipaba, sería memorable.
Despuesito de las ocho comencé mi paciente transformación. Rápidamente quedé listo, con pantalón de mezclilla y playera blanca, todo lleno de parches en la panza y el pecho, la espalda, los perniles y hasta el trasero. Mi mamá le dio un toque imprevisto a la caracterización: con maquillaje me puso manchas oscuras en la cara, para que pareciera sucio, como si no hubiera bañado en días. Además de harapiento, debía lucir apestoso, como un verdadero bohemio cantinero. En realidad, parecía que me habían golpeado el rostro y que lucía moretones en los cachetes, pero guardé silencio. De remate, con lápiz delineador me puso un bigotillo travieso en las esquinas de la boca, que me hacía ver un poco a Cantinflas.
Me despedí de mi mamá, que después se uniría al festejo. Pero apenas abrí el barandal sentí en la cara una bofetada de realidad. Me entró una angustia horrible en el pecho al saber que debía hacer el recorrido a la escuela vestido de bardo. Ya no me parecía tan digno mi atuendo, ni esperaba cosechar ovaciones entre vecinos y transeúntes. Desde mi casa se puede ver, allá al final de la calle Rayón, la puerta de la escuela. En ese momento me pareció un recorrido larguísimo, como si tuviera que alcanzar la otra orilla del mar Rojo. No podía pedirle un aventón en coche a mi papá, que ya se había dio a trabajar.
Sentí envidia mortal por mis compañeros Miguel, Juan y David, que vivían a una cuadra de la escuela y que podían resolver este problema del traslado dando tres pasos para entrar a territorio seguro
Debía actuar rápido.
Tomé una decisión audaz. Qué caray, el arte demanda sacrificios. Decidí camuflarme, para pasar desapercibido.
Cogí un periódico y lo abrí frente a mí, como si estuviera leyendo la doble página. A paso rápido me enfilé hacia la escuela. Llegué a la esquina. Había estudiantes afuera del Colegio Benito Juárez, pero ni uno reparó en mí. Bien, la sábana de papel era el escondite perfecto. Llegué a la otra esquina. ¡Rayos! Adelante estaban los muchachos del barrio de Rayón. A esa hora de la mañana ya estaban jugando futbol callejero. No había clases en ninguna escuela del país, así que todos los chicos tenían el día libre, menos yo, encadenado a mi deber en el escenario.
Disminuí los latidos de mi corazón, para que no se me notara la tensión. Las fieras huelen el miedo. Avanzaba a paso lento, casual. Los jugadores no me veían. Pero entre todos ellos estaba Julio El Pingüino, que fue el que me reconoció, por más que me empequeñecí detrás del periódico.
¡Ah, El Brindis del Bohemio!, me dijo entre risotadas. El partido que jugaba se suspendió y todos sus amigos me vieron con sonrisas de burla. ¡Tontos!, qué sabían de arte. Me sentía ridículo y pensé que prefería estar desnudo en la calle. Uno me preguntó cándidamente si iba a la asamblea del día de las madres. Otro que si iba a bailar vestido así. La angustia hacía que las tripas se me retorcieran, bañadas de ácido sulfúrico.
No pude más. Sin responder el último comentario, tiré el periódico y, enceguecido me arranqué corriendo la última cuadra y media que me separaba de la salvación. Como en un sueño, me veía desbocado hacia la entrada a mi escuelita. Atrás se diluían algunas risas del Pingüino y sus cuates que se mofaban de mi traje. Corría y corría y no llegaba nunca. Hasta que, mágicamente, alcance el puerto de la buena ventura. Atrás quedaban los peligros. Como en una exhalación me dirigí al salón en el segundo piso, donde estaban la maestra Blanca, Juan y David, repasando líneas. Nadie me dijo nada. No se me notaba la turbación, pero me había transformado, sin que nadie se diera cuenta. Era un renacido, el futuro sería luminoso en adelante. Superé la prueba más ardua de la vida. Esas tres cuadras habían sido decisivas en mi devenir. Ninguna ansiedad futura podía superar la que sufrí al poner un pie en la calle, esa mañana.
Poco después llegó Miguel e hicimos un último repaso de la representación teatral del poema.
Juan y Miguel iban vestidos también con harapos, pero a ellos no les demoró ni un minuto cumplir la ruta crítica. David estaba programado para bailar en otro número, y como su trajecito era exótico, la maestra justificó su atuendo, convirtiéndolo en un bohemio intelectual, que se juntaba con tipos astrosos, como nosotros.
El Brindis del Bohemio salió bien y fue muy aplaudido por las madres. No tartamudeé en ninguna de las líneas. Terminamos entre aplausos y el festival continuó.
Lo primero que hice al bajar del foro fue arrancarme los parches, uno por uno. Quedaban algunos restos de pegamento, pero ya era lo de menos. Mágicamente mi atuendo estaba normalizado y ya podía seguir con mi existencia sin sentirme avergonzado de mis garras.
La historia de mis disfraces escolares no termina bien.
Al año siguiente bailé un son jarocho y me vestí con guayabera blanca. Mi mamá me obligó a llevarla en la visita dominical con la bisabuela. Y al menos durante la ronda de besos del saludo, con las tías y la demás parentela, tuve que portar, también, el paliacate rojo en el pescuezo.
Nuestra comunidad