Cuando eres un chaval y te interesas un poco en los asuntos de tu alrededor, invariablemente tienes qué poner atención en las letras de las canciones que escuchas. Desde que era muy niño, tan solo por curiosidad me detenía a oír lo que realmente decían lo que algunos cantantes gorgoreaban en la radio o en discos. Entendí pronto que la enorme mayoría de ellos hablaban de amor y de desamor, pero en términos muy elementales. Desde temprano me decepcioné de la música, pues comprendí que la mayoría de las canciones basaban su éxito en un ritmo pegajoso, más que en el discurso.

Algunos pocos intérpretes eran más profundos. Me interesé desde pequeño en lo que recitaba un cantautor que se llamaba Joan Manuel Serrat. El tipo traía la onda: le cantaba a un mar, a un caminante que hacía camino al andar, decía que el nombre de su chica sabía a yerba, o lloraba por una hija que se iba de su casa. Eso sí era poesía.

Fuera de ahí, atravesé los setentas y ochentas con canciones monótonas que repetían en los programas de Siempre en Domingo, que nos chutábamos enteros para soportar a los cantantes de moda.

Hasta que una bendita noche de 1988 descubrí a Joaquín Sabina y mi universo musical se trastocó.

La última copa, el próximo bar

Trabajábamos como reporteros en El Diario de Monterrey y los viernes por la noche, al terminar una larga semana de noticias, nos reuníamos en casa de Luis Ángel Garza, un colega reconocido que era excelente anfitrión y quien, además, vivía solo.

Jugábamos dominó y tomábamos cerveza hasta la madrugada.

En una de esas desveladas recuerdo perfectamente que, al llegar, Héctor Hugo Jiménez sacó un cassette para presentarnos a un cantante que estaba pegando fuerte en España, que se llamaba Joaquín Sabina. Nos dijo que el tipo cantaba y escribía. Interesado como era yo en el pop, me extrañó que nunca hubiera escuchado hablar de él.

Héctor Hugo puso la cinta grabada marca TDK, con una inscripción grabateada del nombre del cantante, y comenzó a correr mientras hacíamos la sopa y repartíamos fichas.

Algo de lo que decía el tipo en la primera canción Güisqui sin soda, llamó mi atención:

Nunca le hago ascos a la última copa
ni al próximo bar,
vendí por amores y no por dinero
mi alma a Belcebú.

Órale. Empezaba bien el asunto. Traía buena prosa el tal Sabina. Si eres bien borrachales, suena padre expresarlo de esa forma: nunca le hago ascos a la última copa, ni al próximo bar. Por lo menos no repetía las líricas sobadas del corazón. Como Serrat, se atrevía a usar algunas páginas más del diccionario, utilizando conceptos que no había escuchado a ritmo de rock.

Hasta días después, en tiempos en los que no existía internet y la información no estaba al alcance de un clic, supe que el disco que escuchábamos se llama Juez y Parte.

Seguimos jugando y empezó la segunda canción, Cuando era más joven, que me espabiló por completo.

Y sueño que viajo en uno de esos trenes que iban hacia el norte.
Cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz
.

Caramba. Este tipo realmente sabe escribir, pensé.

Los contertulios me apuraban para que soltara la ficha: “No es ajedrez”, me reclamaban, pero yo me había desentendido de la partida, porque algo, alguien, una voz aguardentosa, había llamado poderosamente mi atención. Sabina estaba bien entonado, No alcanzaba los timbres poderosos de Germain de la Fuente, de Los Ángeles Negros, la mejor voz que ha dado la balada en español. Pero había algo, en Sabina que conmovía.

En ese tiempo ochentero, las melodías con sentido eran las llamadas de protesta. Nos acercábamos a canciones de sentido social con la famosa Nueva Trova, que llevaba en la vanguardia a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Sus canciones más conocidas eran las de corte social, de denuncia, revolucionarias, aunque por ahí había algunos novedosos que tarareaban Unicornio o El breve espacio como canciones adelantadas, diferentes, progres. Los que nunca habían escuchado una melodía con buena prosa se encandilaban con cualquier variación de los estribillos que recitaban Pandora, Mijares, Garibaldi.

La noche avanzaba y Sabina me repiqueteaba en el cerebelo.

Iniciaron los acordes de Ciudadano Cero:

Sé de nuestro amigo
lo que andan diciendo todos los diarios.
Está usted perdiendo
su tiempo conmigo, señor Comisario.

La baladita cansada comenzaba, sorprendentemente, con el diálogo entre un investigador y alguien que atiende un negocio, un cantinero, un recepcionista, quizás, que presenció la masacre que él mismo narra, como espectador privilegiado. El tipo al que se refiere la canción un día, para ganar notoriedad, cargó una escopeta y disparó a la gente de la calle:

Dejó un gato cojo
y un volswagen tuerto de un tiro en un faro.
No tuvo mal ojo:

diecisiete muertos en treinta disparos.

Increíble. Me parecía un refinamiento de dioses, para una canción, describir un coche con un farol roto, como un coche tuerto. ¿De dónde diantres este tipo sacaba esas palabras, esas figuras de poesía urbana?

Jugábamos al dominó por turnos. Creo que los perdí todos, o me dejé perder, para concentrarme en el disco. Movía las fichas, pero mi atención estaba con un cantante que me hablaba con euna elaborada belleza inédita.

La única perfección que había escuchado en el español era de Joan Manuel Serrat. Nadie ha podido superar esa estrofa que dice:

Si un día, para mi mal,

viene a buscarme la parca,

empujad al mar mi barca

con un levante otoñal,

y dejad que el temporal

desguace sus alas blancas.

Nunca había escuchado una prosa tan perfecta, como la de Serrat. Parecía como si Borges hubiera tallereado su melodía Mediterráneo.

Pero aparecía de la nada Joaquín, para decirme que hay poesía más allá de los únicos que yo creía encumbrados. Sin popularidad, también puede hacerse una bella canción, o varios discos excepcionales.

Ahora es demasiado tarde, princesa,

búscate otro perro que te ladre, princesa.

No dejaba sorprenderme este genio que, después supe, era conocido como El Flaco de Ubeda.

Si dos no se engañan

Esa noche fue de revelación. Con algo de pena tuve que reconocer que este desconocido para mí era excepcional. Y digo con pena porque sentí que traicionaba al Nano Serrat, mi héroe, a quien le había entregado mi devoción en exclusiva.

Pero no podía ensordecerme y hacer como que no escuchaba esas rimas tan geniales:

Y contra pronóstico han ido pasando los años.
Tenemos estufa, dos gatos y tele en color.
Si dos no se engañan mal pueden tener desengaños,
emociones fuertes buscadlas en otra canción

Al final de la reunión Héctor Hugo me prestó el cassette que grabé en casa, con mi casetera doble. De inmediato busqué lo que ya había producido. Un amigo de la carrera, que ya había escuchado al ibérico, me prestó los discos Hotel dulce hotel y El hombre del traje gris. Maravillas totales.

Luego, en 1990, Sabina se popularizó en México, con el disco Mentiras piadosas. Y en 1992 arrasó ya en popularidad con Física y química, que presentó el hit pegajoso Y nos dieron las diez.

No andaba tan errado Jiménez, al seguirle la pista al Joaquinillo, ni yo tan despistado, porque de inmediato lo atrapé.

Y me pasó con Sabina lo que canta en Rebajas de enero:

Apenas llegó,

se instaló para siempre en mi vida.