Hoy que he rebasado la marca del medio siglo en mi vida no puedo evitar sentir una enorme nostalgia por los viajes familiares que hacía cuando era niño.
En ese entonces vivíamos en Matamoros, Tamaulipas y mínimo dos veces por año viajábamos a Torreón, Coahuila, para visitar a los abuelos.
Sin embargo, lo que más nostalgia me genera son las enormes diferencias que había en el tomar carretera de ese entonces a estos días.
Hoy, que por distintas razones puedo presumir que he viajado miles de kilómetros manejando, no puedo negar que antes era mucho más divertido hacerlo.
Eran los años en que las autopistas eran una novedad y lo más común era transitar por las “libres”.
Eran los años cuando viajar no era un riesgo para nadie, se podía hacer de noche y, en ocasiones, hasta podías darle un aventón a cualquier viajero que te topabas en el camino.
En esos años mi padre tenía una bellísima Chevrolet Silverado 1982 caja larga que, cuando viajábamos, la habilitaba con una camper ’85 o como sea que conozcan el techado de fibra de vidrio o aluminio que protege esa parte de la pick-up.
Viajábamos de noche y mi padre lo que hacía es que aventaba un montón de colchas, sábanas y almohadas para que mi hermano y yo durmiéramos en la parte posterior de la camioneta, pues el viaje a Torreón era de mínimo 8 horas.
Por lo general, mi hermano y yo nos armábamos con una lámpara para poder leer hasta que el sueño nos vencía y amanecíamos en la Comarca Lagunera.
De regreso la dinámica era la misma, pero con un enorme plus: antes de tomar carretera nos deteníamos en un puesto de tortas de lechón que estaba sobre la calle Manuel Acuña (creo que se llamaban “El Payo”) donde mi padre compraba seis de esas delicias que nos entregaban en una bolsa de estraza.
De esta forma, explicaba el sabio de mi padre, no teníamos que detenernos en la carretera donde los alimentos en los comedores eran carísimos.
Para pasarnos ese monstruo de carne de puerco y aguacate envuelto en el bien llamado “pan Torreón” nos compraban un enorme Pep de naranja de medio litro, suficiente para mitigar la sed de cualquier niño como nosotros.
¿Pueden imaginar la alegría que era para un pequeño de 10 años ir comiendo una torta casi del tamaño de su cabeza, bebiendo un refresco de naranja tamaño monumental e ir viendo la carretera?
Tristemente los tiempos han cambiado y las rutinas para viajar son distintas.
Lo que sigue igual es el gozo que, estoy seguro, representa para un niño o niña salir a la carretera y conocer otros lugares.
No tienen que ser 650 kilómetros que separan a Torreón de Matamoros; puede ser un viaje corto a Allende, Santiago o cualquier otro de los pueblos mágicos de Nuevo León.
La cosa es disfrutar juntos de esta experiencia forjadura de recursos imborrables
diasdecombate@hotmail.com\
Nuestra comunidad