Lucas no quería que lo definieran por su condición de gay. Rechazaba ser etiquetado por su homosexualidad, pues decía que sus relaciones románticas no lo definían: era un joven con muy buenas notas en la Facultad de Contaduría y se proyectaba en su propio despacho como jefe y patrón dentro de un futuro cercano.
En ese tiempo éramos muy amigos, como hermanos de veinte años. Nada delataba su orientación, pues no era amanerado, y hasta podría pasar como buga, término usado para referirse, en ese tiempo, a los machines. Solo su círculo cercano conocíamos su orientación sexual que, por lo demás, nunca negó. Un año antes había tenido novia, pero solo para desengañarse: lo suyo eran los chicos.
Era un gay responsable y estaba preocupado por el incremento de los casos de la enfermedad que, en ese tiempo, finales de los ochenta, llamábamos simplemente Sida, una palabra que anunciaba repudio y muerte, pues no existía tratamiento.
Por eso, Lucas me pidió, con algo de nerviosismo, que fuéramos a una conferencia sobre el tema. Un amigo suyo, Horacio, era muy cercano al médico Orlando, especialista en Inmunología, que recorría el país con esa charla sobre el padecimiento que hacía estragos entre la comunidad gay. A Lucas le repateaba que la opinión pública llamara al virus mortal la peste rosa.
Revelaciones
La sala de Colegio Civil estaba atestada. Era un viernes por la noche y entre los asistentes había una mitad de asientos ocupados por estudiantes de Medicina y ciencias químicas y biológicas, vestidos con batas blancas y la otra mitad por un público de hombres de diversidades sexogenéricas.
En aquellos años había mucha intolerancia hacia el sector de la población LGBT, denominada así hasta décadas después. Pero, por ser un evento de ciencias, no había mayor problema por estar junto a los chavos de ambiente.
Salió el expositor. Orlando era un hombre joven, de barba y cabellos rubios. El peinado le caía largo a los hombros. Vestía un impecable traje negro, con camisa blanca, sin corbata. Se veía muy fashion. Parecía un especialista procedente del Mediterráneo, aunque venía de Chihuahua, radicado en Monterrey.
Resultó ser un excelente orador. A sus espaldas tenía un proyector, mostrando gráficas enormes, del tamaño de una pantalla de cine. Con ejemplos prácticos explicó cómo el virus se iba apoderando del material genético de una célula y esta se prendaba de otra y de otra, hasta invadir todo el cuerpo a través del flujo sanguíneo.
En las gradas estábamos hipnotizados por la elocuencia del expositor. Habló del origen de la enfermedad, estadísticas de incidencia creciente, mostraba gráficas de pacientes hombres y mujeres.
En la parte final, entró al tema más esperado: la cura del padecimiento. Con tono desalentador, primero dijo que no se había encontrado el suero para reproducir el antídoto. Pero afirmó, para esperanza de la mayoría, que los cerebros más avanzados del mundo, con presupuesto ilimitado y en países altamente desarrollados, ya trabajaban en conjunto para encontrar la cura de la enfermedad.
Y aseguró que el mejor método para erradicar el Sida era la monogamia. Los exámenes prenupciales eran más importantes que en ninguna otra época en la historia de la humanidad. Lo mejor era, al encontrar una pareja saludable, quedarse con ella, sin andar haciendo combinaciones, ni intercambios.
“Yo sé, chicos y chicas, la preferencia de algunos en la variedad. Pues denle si quieren, pero el riesgo de encontrarse una sorpresa desagradable es enorme. Fenotipos vemos, genotipos no sabemos”, le advirtió a la multitud. Explicó, para los no iniciados, que el fenotipo se refiere a los rasgos externos de la persona, y el genotipo, a su información genética e invisible.
De pronto, apareció en la pantalla el rostro de una mujer hermosa, de cabello amarillo, rasgos afilados y ojos azules. Una modelo de facciones consideradas en ese tiempo como perfectas.
Dijo Orlando: “Ésta es mi chica. Terminando esta conferencia tendremos una cena romántica y me quedaré a dormir en su departamento. Tenemos una relación desde hace un año, y nos queremos y nos procuramos. En el amor y la fidelidad nos sentimos seguros. Los invito a que, como ella y yo, encuentren una pareja para que convivan con seguridad. Muchas gracias a todos por su atención”.
La ovación final fue de pie. El cierre había sido magistral.
Nos despedimos en el auditorio. Yo me fui a mi casa, con nuevos conocimientos sobre la enfermedad viral. Lucas me dijo que se quedaría a charlar con sus amigos de la comunidad. Quedó de verse al final con Horacio, pues irían al antro a echar tragos y bailar.
Copas
Al día siguiente encontré a Lucas. Estaba impaciente por hablarme de lo que pasó en el antro.
Fue con Horacio y mientras tomaban unos drinks en la barra, vieron en la pista bailando a Orlando el expositor. Estaba abrazado de un hombre.
Al ver a Horacio, Orlando se aproximó tomado de la mano del acompañante. El científico presentó a su novio. Lucas se percató que estaban algo tomados. Reía con un donaire bastante delicado. Era un impostor excepcional, pues en la conferencia se había comportado como un buga perfecto, y en el antro estaba transformado en una dama.
Cuando su pareja fue al baño, Horacio aprovechó para preguntarle por su antiguo novio.
Orlando le dijo que terminaron, luego de recorrer la Costa Oeste de Estados Unidos. Eso fue el mes pasado y acabaron en buenos términos. A este señor, agente de ventas y casado, lo había conocido la semana en un congreso, en Monterrey, precisamente sobre el virus VIH, Le gustaba que llevara doble vida, y esperaba que no se enteraran su esposa y sus hijos en Mexicali.
Lucas se cuidó muy bien de no decir que había ido a la conferencia. No pensaba revelarle que sí le creyó el truco de que tenía una novia y era monógamo. Más que molestarle su hipocresía, le asombraba su capacidad para mentir en público.
En lo personal, también me sorprendió la verdadera orientación del científico.
Y tenía razón: fenotipos vemos, preferencias no sabemos.
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