Hubo un tiempo, hace muchos años, que existía una línea de calzado con el nombre estrambótico de Destroyer. Quién sabe por qué le había puesto la designación demoledora a esos zapatos que eran, más bien, de naturaleza amistosa, porque tenían diseños primorosos, cómodos para los niños y con florecitas de cuero pegadas con remaches en las correas, para las niñas.
Cursaba secundaria cuando cundió una estrepitosa alarma de consumo en los hogares de Nuevo León: Destroyer había lanzado una línea de botas en sucursales selectas de tiendas Canada (sin acento). Y la oferta era ¡al 2 x 1 durante una semana!
Ahora volteo hacia aquellos tiempos y maldigo la manipulación de marketing que empleaban las firmas que podían pagar espacios en TV, radio y periódicos. Los anuncios aspiracionales nos hacían suponer que si comíamos Korn Flakes, nuestra familia sería mágicamente perfecta, con una mamá guapa como modelo, un papá esbelto y de bigote recortado, y unos niños blancos y sonrientes que se relamían los labios con deleite.
Las botas Destroyer eran anunciadas por vaqueros malencarados y con sonrisas condescendientes, que nos decían, sin hablar, que si las comprábamos nos íbamos a volver bien machines. Pero también las usaban señores en sociedad, adultos jóvenes, que estaban recargados en un coche Chevy, con una copa en la mano, mientras charlaban con una chica bella en minifalda, que lo miraba con coquetería. Compra Destroyer y serás un conquistador.
En mi casa no creo que hayan seducido a mi mamá las promesas de esos comerciales, sino la ganga que se ofrecía.
Yo tenía unos zapatos Justicia negros, austeros, con los que me sentía muy a gusto para acompañarlos con el uniforme. El caso fue que mi jefita no dejó pasar la oferta y nos llevó a mi hermano y a mí. Al día siguiente los dos iríamos a la Secu con nuestras adquisiciones flamantes.
Las botas eran novedad en mi vida. No cuento la primera vez que tuve unas. Cuando estaba en kínder mi papá me compró botitas, de punta chata. Recuerdo, entre pesadillas, que me las ponían para ir al kínder, pero las combinaba con el short azul del uniforme.
Desde aquel entonces y hasta ahora, soy un inepto en cuestión de moda y combinaciones, pero creo que alguien debió alertarme de que las botas deben ponerse, como mínimo requisito de estética, con pantalón largo. O sea que no cuento esas, que usaba de chiquitín con shorts. Agh, tráguenme recuerdos.
Botas populares
Mis botas Destroyer son inolvidables por varias razones. La primera de ellas es por la forma en que las adquirimos. La Sucursal de Canada, en la Avenida Colón, fue una de las que ofertaba el calzado de la ensoñación.
Llegamos al punto, en el Centro de Monterrey, a eso de las nueve de la mañana y ¡santo cielo bendito!, había una fila como de tres cuadras, que le daba vuelta a la manzana. Mamás madrugadoras habían ocupado un buen lugar cerca de la puerta y fueron las primeras en llevarse su premio.
Estuvimos haciendo fila como hasta las cuatro de la tarde. No había teléfonos celulares, ni llevaba un libro, ni forma creativa de matar el tiempo, así que el tiempo nos consumió horriblemente. Seis malditas horas, como si estuviéramos en un estado de catalepsia, de pie, estuvimos avanzando lentamente en busca de los papos codiciados.
Perdí medio día de mi vida viendo los camiones que echaban humo a mi lado, los coches que entraban y salían del estacionamiento de la tienda Autodescuento, señoras que entraban a otros establecimientos buscando telas, vestidos, ropones, trajecitos de primera comunión y todo lo que se puede comprar en la zona.
Finalmente, luego de un enorme suplicio en el que agonicé en el martirio infame del aburrimiento, pasamos a acomodarnos en la fila de cómodos sillones y nos atendió la señorita uniformada, como aeromoza. Pero, para nuestra sorpresa y desencanto nos dijo que se había “agotado las existencias” (usó el tecnicismo de inventario) de botas, por lo que solo quedaban botines. Como consuelo, nos dijo que el precio era menor. Así que nos trajeron dos pares.
Mi hermano, más interesado en modas y ajuares, eligió unas color miel, chidotas, y yo, todo naco y cerrado a las posibilidades de explorar algo de lucimiento, las pedí negras. Como no sabía de combinaciones, si hubiera explorado una posibilidad diferente, las hubiera pedido verdes. Así que mejor me fui a la segura.
Con una sonrisa profesional, congelada por el fastidio, la señorita nos trajo el calzado, y pacientemente esperó a que camináramos por la alfombra.
El tacón era cubano, la moda de entonces. Mi hermano tenía la cara radiante. La confianza lo hacía lucirlas. Y yo, pues simplemente quería que me quedaran bien. Nuevos, los botines se veían como en los comerciales, lustrosos, imponentes, con personalidad. La señorita nos regaló dos calzadores Canadá, para que no batalláramos en meter el pie en el cuero rígido.
Mi mamá pagó un precio que, supuso, era una ganga, y regresamos a casa, aliviados, exhaustos pero reconfortados por el éxito de la misión.
¡Estreno!
Al día siguiente era día de uniforme en la Secundaria. Jubilé mis zapatos Justicia y me calcé mis botines destroyer.
Como estaba en el turno de la tarde, al mediodía, el cuero negro charoleaba con ganas. Pero mis compañeros de salón rápidamente me dieron pisotones crueles: ¡Estreno, estreno!, me decían entre risas, mientras yo trataba de eludirlos.
El bullying no me afectó. Ya estábamos acostumbrados, y yo había hecho lo mismo con algunos de ellos, otras veces. Me limpié con la mano el empeine y continué el día con mis botines nuevos e incómodos.
A la hora del descanso una compañera se me aproximó para preguntarme por mis botas nuevas. Le expliqué emocionado la aventura para adquirirlas. Me dijo que su hermano mayor también fue, pero a otra sucursal de Canada, y había comprado botas. Pues qué suerte, le dije. Luego ella me señaló que los demás compañeros andaban diciendo que mis zapatos nuevos parecían de bombero. Me sorprendí. ¿Cómo era posible? Si mis botines eran elegantes, me hacían parecer señor importante.
Me uní al corro del descanso con mis compañeros y, sí, efectivamente, cayeron sobre mí burlas sobre el tono neutral de mis botines. Me reprochaban que por qué no los compré de colores divertidos, que parecía cura, que si iba a bailar flamenco, o que si me preparaba para ir a apagar un incendio.
De lejos, al otro lado del patio, vi a mi hermano, con sus compañeros, que contemplaban con admiración los nuevos zapatos color miel, que lucía como un señoritingo.
Regresé a casa, por la tarde, devastado. Odié mis botas de bombero, pero estaba obligado a usarlas. Cada día veía con algo de compasión mis zapatos Justicia, que languidecían en un rincón.
Creo que mi estado de ánimo afectó a mis botas que, en el transcurso de dos meses, se cuartearon de los lados. Las costuras se desprendieron y la baqueta de la suela se trozó. A los tres meses se fueron a la basura, mientras mi hermano seguía luciendo sus botines intactos, que boleaba con jabón de calabaza y cuidaba como mascotas.
No extrañé mis Destroyer, porque, aliviado, regresé a mis zapatos viejos que fueron útiles el resto de ese verano escolar.
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